miércoles, 30 de diciembre de 2009

LOS INFELICES

La carne humana me gusta desde la vez en que, como todos los domingos, comía donde doña Lucha; ah caray, esto pertenece a otro cuento que aún no termino de comer, digo, de escribir.
...........................................................I
En el asentamiento humano Villa Amapola no se necesita mucho para ser feliz, hay un caño común para los quinientos invasores, pero sobretodo para el polvo y el sol de medio día. El tiempo sobra en este lugar olvidado del mundo; pues nadie estudia ni trabaja. Que cómo sobreviven, pregúnteles a ellos pues y ya déjeme continuar mi cuento que va quedando bonito.
El tiempo sobra, así que puedes dedicarte a criar perros. Carlucho, mi hermano menor menor, tenía uno, Ryan, en honor a una película que vimos que vendían en la feria de los domingos, Ryan era como una bolita de pelos negros, tanosos y otra vez negros; muy pequeño y no tenía raza, creo que era más pelo que hueso y pellejo. Cuando corría, en realidad levitaba, el viento parecía levantarlo y daba la sensación de correr en el aire.
Comía muy poco, lo cual era una virtud en este lugar de hambre. Carlucho quería ser veterinario, todavía no podíamos decirle que en la Villa no había espacio para sueños.
Un día encontramos a Ryan muerto, bien muerto y atropellado. Carlucho era la personificación de la tragedia, subió a la cima de la invasión y desde ahí empezó a gritar, no lloró, emitió ruidos guturales, no lloró, grito horribles.
No fue fácil consolarlo, pero ayudó el dar cristiana sepultura a Ryan en el huerto, pues nos creyó que renacería en las plantas, y para nuestra sorpresa, apareció de pronto un cedro, creció enorme y, a ratos, cuando hacía viento, parecía correr como Ryan en el aire.

...........................................................II

Como todos los días, días de hambre, Luchín llegó con cuatro perros bebés, nunca nos dijo de dónde salieron. Que así se llamaban mis hermanitos: Carlucho y Luchín, mi madre: Abstenencia, y yo, yo mi nombre no lo voy a decir por pena. Teníamos que regalarlos o mi madre les daría vuelta, ¿Comprenden? Así que en Villa Amapola iniciamos la cruzada para encontrarles un hogar a los perrunos, al fin Doña Lucha nos recibió dos, muy a pesar de estar seguros que tarde o temprano los cocinaría la vieja endémica.
Mi madre tuvo que aceptar a los otros para felicidad de Luchín, quien sería el dueño, pues Carlucho, tenía suerte de perros para los perros.
Wanda y Thomas les puso Luchín; ella con el tiempo creció enorme, robusta, Thomas a su vez, se quedó flaco y escuálido. A pesar de todo lo que comían, había espacio para ellos en casa. Lo único especial es que ladraban todo el día, de puro placer o para fregar.
Luchín era muy bueno jugando a las bolitas, se iba toda la mañana al arenal, ganaba las que podía a los niños de la Villa Amapola y luego las intercambiaba donde el señor de la tienda por dos o tres panes para sus perros, era su forma de hacer patria en esta tierra de nadie.
De pronto, Luchín notó que Wanda engordaba sobremanera, “mamá mamá Wanda está embarazada” gritaba extasiado, casi como que los hijos fueran a ser suyos. Cuando nacieron, mis hermanitos estaban fuera de casa; mi madre tomó una enorme bolsa que decía plaza vea y fue donde Wanda, examinaba a los bebés uno a uno y en ese orden los metió en esa bolsa, excepto por uno; nunca más volví a ver aquella bolsa, todo el rato quedé callado, silencioso, cómplice. Al volver, no sé de dónde, Luchín observó maravillado al único sobreviviente, se lo mostró a mi madre y esta le dijo que era machito, Tiny, te llamarás Tiny, dijo Luchín. Con el tiempo Wanda, también inconsultamente, despareció.

...........................................................III

Tiny era coqueto, como todos los perros pequeños, juguetón, hay que decirlo otra vez, coqueto, la niña de los ojos de Luchín y Carlucho, convivían todo el tiempo, Tiny parecía hablarles, contarles su vida a ladridos.
Súbitamente nos dimos cuenta que Tiny no era tan Tiny, sus rasgos femeninos resaltaban, su mirada risueña, así que con el riesgo de ocasionarle un transtorno de personalidad lo rebautizamos como Tyna, si pues, era nena.
Yo no sabía como llamarle, ya me había acostumbrado a Tiny, así que seguí llamándola así y, como era de esperar, mi madre lamentaba que Tiny ahora fuese Tyna.
Los días eran soleados en la Villa Amapola, las noches eran crudas, en ningún momento podías sentirte cómodo con el ambiente y toda la culpa no es del sol o de la luna lunera, sucede que aquí no hay nada, eso es todo. Pero yo tenía algo, tenía a mi Rita, mi andina y dulce Rita, me la llevaba, cada vez que podía, al lago, nos bañábamos calatitos y cuando la tarde florecía comíamos los camotes ahumados que me cocinaba cada vez que nos secuestrábamos. Ah, en la Villa Amapola yo lo tenía todo.
Pero mi Rita me cambió por el hijo del presidente de la Villa, ¿Y yo dónde quedaba? Como nunca, después de eso la Villa Amapola me pareció más vacía y miserable.
Era como naufragar en el lago y nunca alcanzar la orilla, una orilla, una orilla…caminaba a casa, jodido.
“Hermanito, hermanito mira lo que le han hecho”, gritaba Luchín entre sollozos. Al mostrarme a Tiny o Tyna, la cara se me llenó de espanto, tenía la piernita izquierda destrozada, salió a la calle sin que nadie lo notara, inocente, un auto la atropelló, y el infeliz no reparó en quedarse y atenderla, continuó su trayecto, ni se inmutó mientras las perrita se retorcía de dolor en el suelo, la llevaron a casa, Carlucho dijo que cuando sea veterinario la curaría, ambos estaban inconsolables, y yo, ya me había olvidado de Rita.